Desde mi punto de vista, está vivo quien a diario aprende
algo nuevo, quien se preocupa por no solo estar, sino también ser y saber.
¿Saber qué? Lo que nos rodea, lo que vemos, lo que sentimos, lo que vivimos, lo
que ignoramos etc.
¿Cuándo buscamos saber? Cuando estamos conscientes que no
sabemos o que no sabemos lo suficiente. Es ese deseo de dar respuesta a muchas
interrogantes lo que nos impulsa a buscar esos significados, a ir en tras la
verdad, que cabe acotar, es una verdad relativa. Una realidad muy personal, ya
que depende de cómo asumimos lo que aprendemos.
Era el caso de Juan Esteban, un niño de 9 años que vivía en
una pequeña finca de 7 hectáreas en un pequeño pueblo de Córdoba, a 30
kilómetros de la capital. Juan, huérfano desde los 2 años, creció con su padre,
un humilde campesino, de formación bastante rudimentaria y agropecuaria. Un
hombre muy trabajador.
El pequeño niño, acostumbrado a ayudar a su padre en los oficios de la finca, ignoraba muchas cosas que pasaban al otro lado de las montañas que desde su humilde vivienda se divisaban. En casa de Juan no había televisor, sólo un pequeño radio que su padre no lo dejaba usar para que no le agotara las baterías. Su único contacto con ese “mundo desconocido” eran los pequeños recortes de periódicos que su padre usaba para envolver los aguacates que compraba en el pueblo más cercano. Menos mal que en la finca el árbol de aguacates nunca dio frutos y a su padre le tocaba comprarlos.
El pequeño niño, acostumbrado a ayudar a su padre en los oficios de la finca, ignoraba muchas cosas que pasaban al otro lado de las montañas que desde su humilde vivienda se divisaban. En casa de Juan no había televisor, sólo un pequeño radio que su padre no lo dejaba usar para que no le agotara las baterías. Su único contacto con ese “mundo desconocido” eran los pequeños recortes de periódicos que su padre usaba para envolver los aguacates que compraba en el pueblo más cercano. Menos mal que en la finca el árbol de aguacates nunca dio frutos y a su padre le tocaba comprarlos.
Personalmente, pienso que cuando una persona tiene muchas
dudas o preguntas, tiene dos caminos: creer que no es capaz de resolverlas, o
buscar las herramientas para hacerlo, impulsados por el deseo de saber. Ese
interés en escudriñar y alcanzar el conocimiento.
Juan había optado por el segundo camino, a pesar de tener tan
pocas herramientas. Aunque tenía la esencial: el interés.
Camilo, su único amigo, cierto día hablando en el potrero,
mientras lo ayudaba a arriar los 17 carneros de su padre hasta el corral, le
contó que había oído que venía un tipo al que llamaban “docto” para el caserío,
en los próximos días. Usando su humilde conocimiento, le explicó a Juan: “ese man es el que nos va a sacar la
solitaria”. Efectivamente, iba un médico al caserío, para una jornada de
vacunación y llevar purgantes para los niños.
Juancho, emocionado por lo que le había contado su amigo,
llegó corriendo a contarle a su padre que estaba terminando de ensillar al
caballo para ir a una pelea de gallos esa noche, medio lo escuchó.
Durante casi una semana, Juan sólo pensaba en el día que llegara
el “docto”. Se preguntaba cómo sería, cómo hablaría, en qué llegaría. Hasta que
por fin, esa mañana se escuchaba a lo lejos el motor de una moto mientras que
Juan junto con Camilo y los demás niños del caserío esperaban al galeno debajo
del palo de campano, que habían fijado como sitio de la actividad.
Apenas llegó Sebastián, el “docto”, lo primero que hizo fue
organizar a los niños en un círculo para presentarse y saludarlos. Luego
preguntó si alguien sabía para qué él había ido hasta allá. Inmediatamente Juan
alzó la mano y dijo “para sacarnos la solitaria”, lo que ocasionó una sonrisa
en el médico y una inmediata conexión entre él y el niño.
Durante 15 minutos les explicó a los niños en qué consistía
el proceso de vacunación y desparasitación y por qué era necesario. Juan
anotaba en su hoja mental, con el lápiz que nunca había usado y con las letras
que no sabía escribir; pero él se estaba grabando todo. Era una esponja. Se
sentía feliz porque durante mucho tiempo quiso aprender cosas nuevas. Empezaba
a dar respuesta a lo que siempre se preguntó: “¿Qué habrá detrás de esas montañas?”.
Se llevó a cabo la jornada, entre llantos de quienes le
dolían las agujas, sonrisas inocentes de los que jugaban con el estetoscopio
del médico y millones de preguntas que Juan se hacía en su cabeza y luego le
formulaba a Sebastián. Quería saber si lo que él creía, correspondía a lo que
realmente era. Si correspondía con el saber.
A pesar de que a él fue a quien primero vacunaron, se quedó
hasta que pasaron todos los niños. Mientras que Sebastián recogía sus cosas
para irse, notó que Juan aún seguía ahí, detallando todo lo que él hacía y le
preguntó si quería saber algo más. Seguramente tenía muchas preguntas en su
cabeza, sin embargo sólo le dijo: “espero
que venga otra vez docto”.
Sebastián se marchó con la promesa de volver y dejándole a
Juan muchas más dudas, pero también muchas respuestas y una pequeña libreta con
un lápiz para que hiciera sus primeras rayas.
Juan sabía que no sabía y que de lo que sabía, quería saber
más. Tenía claro ya que mucho de lo que creía que era, no era así y que debía
ir hacia los que tenían las respuestas. Es así como se construye el
conocimiento, cuando impulsados por lo que creemos, buscamos el saber y luego
conocer.