martes, 15 de julio de 2014

Seis años de estrés

Dicen, y en caso que no lo haya dicho nadie, ahora lo digo yo; que las mejores satisfacciones tienen un pasado de dificultades. Estoy convencido de eso, porque mi mayor satisfacción hasta ahora, ha sido cuando un sábado a las nueve de la noche revisé la página de la universidad y decía que yo había sido admitido en el programa de medicina de la Universidad de Antioquia.

Tres meses atrás me habían diagnosticado estrés. Los dolores en la cadera eran constantes, mi mal humor era evidente y mi peluquero pronto se iba a quedar sin empleo. Se me estaba cayendo el pelo. Mi médico, que me conocía hace años, me dijo que estos síntomas estaban asociados a mi estado de ánimo. Yo asumí que sí. Siempre había escuchado eso.

Finalmente, lo que había soñado desde el día en que por primera vez vi al Dr. Robert Rey operándole las tetas a una bella californiana, era una realidad. Llegar ahí no fue nada fácil.

Cuando me gradué del colegio a los 15 años, tenía claro que lo que quería estudiar era medicina. Me imaginaba atendiendo pacientes, escuchando historias de personas que llegaran a mi consultorio, haciendo operaciones, y hasta esa vida estresante de médico, me la imaginaba, y quería eso para mí. Algo quizá bastante masoquista pero, supongo tener claro el tipo de vida al que nos expondremos, es una ventaja para quienes decidimos montarnos en este tren que a veces no nos lleva sino que toca empujarlo.

Me gradué en Montería (Córdoba, Colombia). Apenas lo hice decidí regresar a mi país, Venezuela; a Caracas, donde nací y a donde no iba desde los cinco años, pero a quien siempre recordaba por vagas imágenes guardadas en un pequeño baúl que tengo en mi cabeza. Aún recuerdo lo que recordaba.

Mi viaje hasta lo que soy hoy, esudiante de medicina, comenzó ese día. Embarcado, rumbo a Venezuela.

Como esto es un ensayo y no pretendo hacer de él una novela de mi vida, resumiré los peores y mejores seis años de mi vida, aunque los otros quince piensen que soy un ingrato.

Validar el título de báchiller, aprender a usar el metro y el resto del transporte público, las colas, no tener amigos. Así comenzaron seis años de estrés. Lo más cumbre es que mi mamá se había quedado en Colombia cuidando a mi abuela enferma de cáncer y yo estaba en Caracas, a ratos queriendo salir corriendo hacia ella, porque a esa edad yo podía tener cualquier problema, menos a mi mamá lejos de mí.
Pasó un año y ya tenía todos mis papeles. Ya podía estudiar y llegó el momento de presentar mi examen de admisión en la Universidad Central de Venezuela. 

Recuerdo ese día perfectamente. El llamado de la naturaleza estuvo a punto de llegar a mis pantalones, en plena fila para entrar al auditorio donde, literalmente, sentía que se definiría el resto de mi vida. Nervios.

No fui admitido. Me sentí el más bruto de la Tierra. De nada había valido ser siempre el mejor o el segundo de la clase durante toda mi vida. El segundo cuando mi mejor amiga decidía ser la mejor, y yo soy muy buen amigo.
Esa historia se repitió una, dos, tres, hasta cuatro veces. Y en Venezuela la carrera de medicina es por año, así que esto representaba cuatro años de mi vida. Enfrenté el monstruo de la frustración cuatro años consecutivos.

Fue ahí cuando llegó mi diagnostico. Ahora no sólo era un frustado, también era un estresado y lo más probable es que fuese calvo pronto.

Algunas investigaciones y artículos que conseguí en Internet aseguraban que una de las causas de la caída del cabello es el estrés. Leí que esta patología daña los folículos pilosos a través de la liberación de neurotransmisores y algunos otros mensajeros químicos. Consecuencia de ello, el volumen del cabello empieza a reducirse.

Yo no sé si es mejor ser un calvo digno y que se te caiga todo el cabello o que sólo se te caiga una parte y ser un calvo por cuotas. Como me sucedió a mí. Arriba de la oreja derecha tenía un círculo ya casi sin pelos. Alopecia areata. Es un buen nombre para colocarle a una hija si queremos arruinarle la vida. También es el nombre de lo que al parecer yo tenía. Esto lo definen como “caída repentina de cabello de una zona determinada del cuero cabelludo”.

Desde entonces soy un convencido de esta teoría. Cuando me enteré que había pasado en la universidad, para estudiar medicina, ¡santo remedio! Los dolores en la cadera desaparecieron y mi almohada en la mañana me decía que el cabello ya no se caía tanto. Esto obviamente duró hasta que llegué a Colombia, comencé a enfrentar la vida académica y la de inmigrante y el estrés comenzó nuevamente a hacer lo que más le gusta: joderme la vida.

Para el Dr. Martínez Escribano, dermatólogo del Hospital Vírgen de la Arrixaca, de Murcia, España; el sistema nervioso está intimamente ligado con nuestra piel y la manera como reaccionemos ante situaciones estresantes, puede condicionar y modular la aparición de enfermedades cutáneas. Entonces podría yo decir que nuestras emociones pueden estar vinculadas a esto. A mí no me queda duda.

No sólo yo creo que se me ha caído el cabello por estrés. Hice un ejercicio en Twitter preguntando si alguien había pasado por esto y recibí casi sesenta respuestas positivas. En su mayoría eran jóvenes en etapa universitaria, achacándole el estrés a los parciales, los trabajos y las trasnochadas.

Si miramos a nuestro alrededor, sobretodo en las ciudades, vemos generadores de alopecia por todos lados. La dinámica es estresante, cada vez somos más, cada día tenemos más obligaciones y menos tiempo para cumplir con ellas, etc. Somos calvos en potencia.

No existe tratamiento específico para el estrés. Lo que los expertos recomiendan es una vida más relajada, tomar con más calma las situaciones y encontrar actividades que nos saquen de la rutina.
Aunque por supuesto dar consejos es muy fácil, aplicarlos es lo complicado. En mi caso, el tema a veces se convierte en un círculo vicioso. Algunas cosas me estresan y eso hace que se me caiga el pelo, y el hecho de que se me caiga el pelo, me estresa, y así sucesivamente.

No podría decir que el estrés sea la única causa de la caída del cabello, seguro hay muchas más. Pero ahora me resulta muy gracioso ya que es inevitable que cuando barro mi casa y veo cabellos míos y de mi prima -que también está a punto de quedar calva gracias a su trabajo- piense que ahí van los hijos del estrés. Esos que no aguantaron más nuestros problemas y decidieron desprenderse de nosotros. Yo también lo haría, correría de mí.

Recuerdo haber leído en alguna parte, que al sonreír, incluso sin tener motivos, el cuerpo libera hormonas que hace que nuestros niveles de estrés se reduzcan. Quizá esto sea cierto o quizá no, pero yo haré el ejercicio muchas veces al día para ver si me funciona, y si no, al menos cuando ya no me quede ni un solo cabello, seré un calvo sonriente.

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